El bosque de las letras
A Virgilio no le gustaba
leer. Así que en cuanto la profesora, la señorita Esperanza, les
dijo aquello, se armó la revolución.
–Este trimestre vamos a
leer este libro, y después vendrá el autor.
El libro que tenían que
leer era de los “gordos”. Y sin dibujos. Virgilio cogió la
dichosa novela y empezó a leerla. Una página. Dos. Ni siquiera se
dio cuenta. A la tercera ya estaba enganchado. Al cerrar el libro,
tuvo un extraño sentimiento de pena.
El día que el escritor fue
a hablar al colegio, Virgilio se sentó en primera fila. Al terminar
la charla, la clase entera formó una cola para que les dedicara los
correspondientes libros. Virgilio esperó a ser el último.
–Quería hablar con usted.
Su libro es el primer libro que leo entero y me gusta. Quiero que me
diga títulos de novelas suyas o de otros autores. El autor del libro
se lo quedó mirando con seriedad.
–Tú deberías leer El
Libro. El Libro únicamente puede leerse en la biblioteca pública.
Tú entra, dirígete al bibliotecario o bibliotecaria, le dices que
te envío yo y que quieres leer El Libro. Nada más.
Virgilio salía de la
escuela aún conmocionado por las palabras del escritor. Iba a cruzar
la calle, envuelto en sus pensamientos, cuando de pronto, al levantar
la cabeza, se quedó mudo. Allí, frente a él, en la acera opuesta,
en el mismo lugar por el que pasaba cada día cuatro veces, dos al ir
a la escuela y dos al regresar, vio el letrero. Una biblioteca. Lleno
de entusiasmo, feliz, cruzó la calle a la carrera.
La biblioteca era cuadrada y
tenía tres pisos. El techo, de cristal labrado, era lo más bello
que Virgilio recordase haber visto jamás. Precisamente mirándolo
absorto, casi ni se dio cuenta de que ya había llegado hasta el
espacio ocupado por la bibliotecaria. Virgilio se detuvo frente a
ella.
–Buenas tardes. Quería…
–Virgilio tragó saliva–. Quería El Libro.
A la señora le cambió la
cara.
– ¿Quién te envía?
–Me envía el escritor.
–Al fondo –señaló
ella.
Virgilio volvió la cabeza.
Había una puerta. Caminó con paso vacilante e inseguro. Puso la
mano en el tirador de la puerta y lo movió hacia abajo. La hoja de
madera cedió sin apenas empujarla. Primero no vio nada, porque todo
estaba en penumbra, pero al abrir un poco más fue naciendo una luz y
vio algo. Un gran libro, enorme y grueso, de tapas duras. Le llamaba.
Su mano rozó las cubiertas del libro. “El fabuloso mundo de las
letras.”
Apenas si levantó la
cubierta un milímetro, un destello de luz emergió de ella.
Levantó la cubierta un poco
más. Y a medida que la luz aumentaba en intensidad, las paredes de
la habitación comenzaron a desvanecerse. ¿Estaba soñando? Había
creído vislumbrar algo más allá de ellas, como si se esfumaran sin
más, haciéndose invisibles. Y en lugar de esas paredes había visto
algo parecido a… ¿un bosque?
Respiró a fondo. Y abrió
la cubierta de golpe.
Todo cambió súbitamente.
El entorno se convirtió en un vergel, un gran jardín lleno de
flores y plantas, con una vegetación exuberante
y agreste.
Era un bosque sí, pero un bosque formado por…
–¡Ahí va! –manifestó
boquiabierto.
Pasó entre los árboles.
Unos representaban claramente una letra, casi era un juego intuir a
cuál se parecían otros. Virgilio hubiera jurado que las letras, es
decir, los árboles, estaban vivos. Por eso les habló.
–¡Hola!
Los árboles en forma de H,
de O, de L y de A agitaron sus ramas de manera apenas imperceptible.
¡Le estaban contestando!
–¿Dónde estoy?
Le costó “leer” la
frase entera, porque se movieron muchos, aunque sincronizadamente,
uno tras otro. “E.N.E.L.B.O.S.Q.U.E.D.E.L.A.S.L.E.T.R.A.S.”
Virgilio se acercó a un árbol en forma de V. La V era la letra que
más le gustaba. Al posar la mano sobre él, sintió que el árbol se
estremecía.
En alguna parte había leído
que cuando abrazas a un árbol, te llenas de su energía. Te inundas
de ella, porque el árbol está en contacto con la tierra. Virgilio
nunca se había abrazado a un árbol. Así que lo hizo. Abrazó al
árbol V con todas sus fuerzas. Y supo que era verdad, porque fue
como si recibiera la más energética de las corrientes.
–Gracias –le susurró al
árbol V–. He de irme.
“A.D.I.O.S.”, le
desearon los cinco árboles respectivos.
Buscó el camino por el que
había entrado. A lo mejor volvía a pasar por allí, aunque algo le
dijo que no, que todo aquello era único. Fascinante pero único.